El 29 de mayo de 1909 y sus ecos en la prensa satírica nacional.
La experiencia de Fray K. Bezón
Fénix. Revista de la Biblioteca Nacional del Perú, N°49, 2021
el sosegado ambiente de nuestra capital se disipó bruscamente. Un grupo de unos treinta
hombres armados, comandado por Isaías, Amadeo y Carlos de Piérola (hijos y hermano,
respectivamente, del caudillo Nicolás de Piérola) ingresaron audaz y violentamente a
Palacio de Gobierno por la puerta de honor, y redujeron, a punta de balazos, a algunos
de los oficiales y soldados que la defendían.
Al mismo tiempo, otros facciosos, liderados por Orestes Ferro, tomaban el Ministerio
de Gobierno y la Prefectura por la calle de Pescadería. El grupo dirigido por los Piérola
ingresaría por los pasillos de la casa de gobierno hasta dar con el despacho del presidente
de la República, que en ese momento se hallaba junto al ministro de Gobierno, Miguel
A. Rojas y el ministro de Justicia, Manuel Vicente Villarán. El presidente sería, de inme-
diato, apresado por los revolucionarios (Basadre, 1961, 3559).
Mientras, afuera, tropas leales al Gobierno, dirigidas por el mayor Augusto Paz, se-
guían disparando desde los portales de la plaza Mayor y desde el segundo nivel de Palacio
a los revolucionarios. Pese a ello, los cabecillas del movimiento y parte de sus seguidores
decidirían salir del recinto presidencial, llevando por la fuerza al presidente, a quien
acompañarían sus dos ministros.
Allí comenzaría un confuso recorrido de los sediciosos por las calles de Lima, llevan-
do siempre de rehén a Leguía y sus dos funcionarios de Gobierno; uno de los cuales, el
ministro de Gobierno, aconsejado por el propio mandatario, se separaría del grupo en el
jirón Carabaya. Los sediciosos, sin un rumbo fijo, recorrerían así calles como Mercaderes
o Pando (lugar de residencia del jefe de Estado), pasando, incluso, por la casa del líder
liberal Augusto Durand (Basadre, 1961, 3559).
En el camino, el presidente, acompañado siempre voluntaria y lealmente por su mi-
nistro Villarán, sería objeto de vejaciones e insultos por parte de algunos de los transeún-
tes, de entre los muchos que contemplaban con estupor los acontecimientos.
Finalmente, llegarían todos a la plaza de la Inquisición, frente al Congreso. Sería este
el escenario culminante de los hechos. Allí, al pie del monumento al libertador Bolívar,
Leguía sería conminado por los facciosos, revólver en mano, a firmar un papel, redacta-
do por ellos mismos, donde renunciaba a la presidencia y cedía el mando de las Fuerzas
Armadas a los golpistas. Demostrando valentía y gran presencia de ánimo, Leguía se
negaría a firmarlo en todo momento. «No firmo», sentenciaría con firmeza (Rivera Es-
cobar, 2006, 21).
Sería en esos momentos, en que irrumpiría en la plaza un destacamento de caba-
llería de veinticinco efectivos, al mando del alférez Enrique V. Gómez, quien, avisado
oportunamente por algunos ciudadanos, había decidido acudir al rescate del presidente.
Gómez daría entonces la orden de disparar contra el grupo de revolucionarios. Una llu-
via de balas cayó entonces sobre la muchedumbre, lo que generó heridos y muertos. El
presidente salvó su vida gracias al arrojo del ciudadano Roberto Lama, quien lo echó al
suelo, cubriéndolo con un cadáver (Variedades, 3 de junio de 1909, XIV).
Pocos minutos después, los militares rescataban al primer mandatario. Huyeron
algunos de los principales cabecillas del frustrado golpe, entre ellos, Isaías de Piérola.