Un espacio para los lectores
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Juan José Magán Joaquín
Red de Estudios Andinos, Sao Paulo, Brasil
Contacto: jota_31@hotmail.com
https://orcid.org/0000-0001-6170-4819
Resumen
Este ensayo propone la idea de la lectura literaria como creadora de un espacio propio
para los lectores. Pensamos que esta es la conjunción final de dos espacios formados
previamente: primero, el del artista creador de una obra, el del escritor, un espacio vacío-
negativo, desde donde se genera la literatura, y el del lector, un espacio en un inicio vacío
e impulsado por el enigma y la perplejidad, con el que forma un propio territorio poético.
El objeto que une estos dos espacios es el libro, el cual, por medio del lenguaje, de las
palabras, funciona como un puente por donde el lector transita hacia la formación de su
subjetividad y la construcción de un sí mismo. Nuestra propuesta principalmente dialoga
y se apoya en las reflexiones de las obras de la escritora argentina Graciela Montes, el
escritor francés Maurice Blanchot y la filósofa alemana Hannah Arendt.
Palabras clave: frontera, lectura, libro, espacio poético.
Abstract
This essay proposes the idea of literary reagding as the creator os its own space for
readers. We thing that this is the final conjunction of two previously formes spaces: one,
of the writer, an empty-negative space, from where literature es generated, and the other
for the reader, a space that is also empty in the beginning, driven by the enigma and
perplexity with which it form its own poetic territory. The object that joins these two
spaces is the book, which through language, through the words, work as a bridge through
which the reader transits towards the formation of personal subjectivity and the
construction of the own self. Our proposal mainly is supported and dialogues with the
reflections made from the argetin writer Graciela Montes, the french writer Maurice
Blanchot and the german philosopher Hannah Arendt.
1
Fecha de recepción: 16 de julio de 2020; fecha de aceptación: 16 de octubre de 2020.
Keywords: Border, reading, book, poetic space.
En el jardín del texto
¿Qué sucede con nosotros cuando leemos? ¿Qué relaciones se intercambian cuando
empezamos a recorrer el sendero tejido por las palabras? ¿Qué riesgos corremos al
adentrarnos por sus laberintos? En el diálogo socrático llamado Fedro (Platón, 1977),
Fedro y Sócrates se reúnen para que el primero lea un discurso que acaba de escuchar.
Ese diálogo nos presenta varias analogías entre algunas historias que cuenta Sócrates y la
escritura, además de la lectura. Vayamos primero con las que se refieren a la escritura.
Sócrates, luego de escuchar el discurso de Lisis leído por Fedro, nos remonta al
momento de la invención de la escritura realizada por el dios egipcio Toth. En este relato
que cuenta Sócrates, se dice que la palabra escrita atrofia y borra lo que fuera aprendido,
al sustituir lo que pertenece a la propia alma de una historia o un discurso: la oralidad.
Por ejemplo, la escritura puede dar palabras a los lectores para que repitan el texto sin
entender lo que se ha leído. Eso parece sucederle al propio Fedro durante el diálogo
socrático luego de leer el discurso de Lisis. Sócrates menciona que la escritura reposa
sobre el potencial iconográfico del lenguaje y eso representa una osificación de la vida
original y orgánica del lenguaje que estaba vivo. La escritura congela y, por tanto, termina
con la vida del discurso al traducirla en una imagen. Esta primera historia describe una
característica que tiene la palabra escrita según Sócrates: volver estático algo que en
principio era dinámico.
Otra historia que Sócrates recuerda, y que refuerza cierto riesgo que implica la
palabra escrita, es la de un famoso rey. Midas, rey de Frigia, como sabemos, murió de
hambre debido a que el extraño poder que le había otorgado el dios Dionisio le hacía
convertir todo lo que tocaba en oro. Sócrates compara la trágica muerte de Midas con la
historia de un pequeño animal llamado cigarra, quien también muere de deseo. Según
cuenta, algunos seres humanos se habían enamorado tanto del maravilloso canto de las
Musas que se olvidaron de comer y beber hasta que la muerte los sorprendió. Para
honrarlos, las Musas los transformaron en cigarras, animales que pasan su vida cantando
para luego morir. Las cigarras también mueren obnubiladas en su propio deseo. Sócrates
le advierte a Fedro que al leer un texto puede morirse de ese mismo deseo. Por ejemplo,
si Sócrates tuviera alguna pregunta sobre el discurso de Lisis, algún comentario o
cuestionamiento que implique extender el diálogo, Fedro sería incapaz de responderla
puesto que solo el propio Lisis podría dar cuenta de ello, por ser el autor. Parecería pues
que la palabra escrita no es más que una sombra, una efigie, algo petrificado, de lo que
fue alguna vez un discurso vivo.
Sócrates va a recordar una última historia, pero ya no se relaciona con la escritura,
sino con la lectura. Trae al diálogo con Fedro el recuerdo de los famosos jardines de
Adonis. Durante el festival que celebra del día de Adonis, amante de Afrodita, los griegos
se encargaban de plantar semillas en pequeños recipientes de barro y hacerlas crecer lo
más rápido posible. El objetivo era que las plantas crecieran sin raíces suficientemente
fuertes para permanecer con vida por un tiempo prolongado. Se buscaba que la belleza y
brevedad de su vida sean el homenaje a la también corta vida del bello Adonis. Sócrates
va a comparar ese jardín con el texto, donde el escritor ha plantado sus palabras-semillas
y el lector debe de germinarlas. El problema que se plantea aquí es la capacidad que tiene
el lector para que su experiencia de lectura sea un jardín adecuado donde las palabras del
escritor puedan renacer. ¿Cómo podría, el lector, darles nuevamente vida a las petrificadas
palabras del escritor? ¿Podría ser que la única oportunidad que la escritura tiene para
presentar esa vida en cuanto viva, aún no extinta, dependa de una suerte de reanimación
que solo podría darse a través de nuestra propia lectura? ¿La lectura, con todos sus riesgos,
podría ser nuestra única esperanza? ¿Y si fuera así, qué sucedería si el lector tiene alguna
pregunta y, como sucede habitualmente, no tiene al escritor para resolverla?
Nuestra propuesta es que la lectura le brinda al texto la respiración que un
organismo vivo necesita. Un mismo libro leído por diferentes personas e incluso por la
misma persona en distintas etapas o momentos de su vida representa una novedad,
representa cada vez un nuevo enigma y una nueva revelación. La literatura, un solo libro,
uno solo, es inagotable. Cuando leemos, el libro ya no es más un ente incomunicado: es
una relación, es un eje de innumerables relaciones. «Una literatura difiere de otra, ulterior
o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída» (Borges citado por Chartier,
2008, p. 40). Cuando leemos, cierto, nos enfrentamos a palabras que en su forma no
cambian, son estáticas, no mudan con el tiempo, pero eso no significa que para nosotros
sigan siendo las mismas. Si bien es cierto, a veces parecen fantasmas de antiguos seres
milenarios, un lector tiene la posibilidad de traer a la vida a esos espectros. Debemos,
recordando a Quevedo, aprender a escuchar a los muertos con los ojos. «La palabra, el
logos, es nada sin el Eros» (Han, 2014, p. 78). La seducción de la que se sirve el autor
para sumergirnos en los linderos de sus palabras se volvería nada si ante esta el lector no
responde con el Eros de su mirada. Ante las preguntas que surgen cuando leemos, este
asombro, este espanto thaumazein como decían los griegos, en el momento de la
perplejidad, el lector ofrece su propia vida. Su alma, su aliento, les da vida por medio de
su voz para que el alma de las propias palabras vuelva. El silencio, la paciencia y el tiempo
son necesarios. La lectura es la única esperanza que tenemos de alcanzar alguna
comprensión que la historia ya fue, desde hace mucho tiempo, moldeando quiénes somos.
Pero, al final, ¿qué significa ser un lector?
¿En qué pensamos cuando alguien nos dice que «es un lector»? Leer es un término
que se usa muchísimo y en muchos contextos. Leemos un cuadro, leemos las miradas,
leemos un partido de fútbol y hasta las computadoras tienen «lectores» de DVD o
«lectores» de memoria; también dicen que leemos el cielo para interpretar el tiempo,
leemos los gestos de las personas que nos rodean, etc. En todo caso, parece que usamos
la palabra lectura como equivalente a interpretar y comprender ¿Entonces, exactamente
qué queremos decir cuando decimos que alguien es «un lector»? O, mejor dicho, ¿a
quién? ¿Qué lo caracteriza y, en general, qué artefacto es el que lee?
La escritora argentina Montes nos cuenta que cuando decimos que alguien es un
lector «imaginamos a alguien audaz y avisado, alzado contra discursos paternalistas o
represivos, alguien inquieto, curioso, hurgador de ideas y lo bastante valiente como para
entrar sin guías de turismo en los laberintos» (2017, p. 36). O sea, un lector es alguien
que no necesita del hilo de Ariadna para llegar al centro del laberinto y enfrentar al
Minotauro. ¿Cómo podemos llegar a esa independencia como lectores? ¿Existirá un tipo
de libros más adecuado para que podamos crear ese espacio subjetivo profundo y sin
temores?
La antropóloga francesa Petit nos sugiere que es la lectura literaria, en otras
palabras, la lectura de literatura, la que podría comenzar a construir en nosotros mismos
lo que ella llama un «sí mismo» o una «subjetividad» (Petit, 2001). Ella menciona que un
lector elabora un espacio donde no depende de nadie más y donde es capaz de tener un
pensamiento independiente. Los cazadores de Lascaux y Altamira colocaban sus manos
en las paredes como un ritual mágico para atrapar a los animales que cazaban o querían
cazar. El lector usa la lectura para cazar las palabras donde ellos mismos se verán
reflejados. Cuando Marcel Proust menciona que cada lector es, cuando lee, el propio
lector de sí mismo y que la obra de un escritor no es más que una especie de instrumento
óptico que él le ofrece al lector a fin de permitirle discernir aquello que sin ese libro quizá
no habría visto en sí mismo, nos muestra esa posibilidad que nos brinda la literatura para
encontrar en ella nuestros más profundos secretos. Pero ¿qué fuerza se esconde en la
literatura para que sea capaz de crear una habitación para uno mismo? ¿El fuego de
Prometeo permanecerá en ella?
El fuego y el vacío
Les pedimos que lean esta historia esperando encontrar justificación para la extensión de
la cita:
Cuando el Baal Shem, el fundador del jasidismo, debía resolver una tarea difícil, iba a un
determinado punto en el bosque, encendía un fuego, pronunciaba las oraciones y aquello
que quería se realizaba. Cuando, una generación después, el Maguid de Mezritch se
encontró frente al mismo problema, se dirigió a ese mismo punto en el bosque y dijo: «No
sabemos ya encender el fuego, pero podemos pronunciar las oraciones», y todo ocurrió
según sus deseos. Una generación después, Rabi Moshe Leib de Sasov se encontró en la
misma situación, fue al bosque y dijo: «No sabemos ya encender el fuego, no sabemos
pronunciar las oraciones, pero conocemos el lugar en el bosque, y eso debe ser
suficiente». Y, en efecto, fue suficiente. Pero cuando, transcurrida otra generación, Rabi
Israel de Rischin tuvo que enfrentarse a la misma tarea, permaneció en su castillo, sentado
en su trono dorado, y dijo: «No sabemos ya encender el fuego, no somos capaces de
recitar las oraciones y no conocemos siquiera el lugar en el bosque: pero de todo esto
podemos contar la historia». Y, una vez más, con eso fue suficiente (Scholem, AÑO,
como se citó en Agamben, 2016, p. 11).
Giorgio Agamben, quien nos recuerda esta historia, va a mencionar que, de ese
modo, toda la literatura es la memoria de la pérdida del fuego. ¿Y por qué nos interesa
tanto la memoria de la pérdida del fuego? La historia de la humanidad está ligada al
dominio del fuego. Los griegos, grandes inventores de historias, contaban que hubo un
héroe llamado Prometeo que, contrariando las órdenes de los dioses, subió a los cielos,
les robó el fuego y se lo dio a los hombres. Y fue así que comenzó nuestra historia. Sin el
fuego, nuestro mundo, según esta mitología, no existiría. La literatura, por ser la memoria
de la pérdida de ese fuego —los millones de relatos que se crearon de nuestra
humanidad—, tampoco podría existir sin ese fuego. La literatura lleva consigo la memoria
del fuego, pero ¿cuál es su propio origen? «Hay una cosa formada confusamente, nacida
antes que el Cielo y la Tierra. Silenciosa y vacía. Está sola y no cambia, gira y no se cansa.
Es capaz de ser la madre del mundo» decía Lao Tsé (como se citó en Montes, 2017, p.
15). ¿La literatura podría surgir de este vacío, de esta ausencia, de este olvido, de este
silencio?
No es exagerado admitir que «la literatura comienza en el momento en que ella se
torna una pregunta» (Blanchot, 2007, p. 310). ¿Es la literatura misma la que se torna
pregunta? La pregunta es ausencia, la ausencia de una revelación y por tanto es el silencio,
es la nada, es el vacío. Un poderoso movimiento negativo dentro de este vacío es lo que
permite que la pregunta por la literatura se torne una inminencia y se convierta en
acontecimiento. La literatura dormía en esa especie de cosmos infinito donde reina la
oscuridad y gracias a ese movimiento negativo, avance y retorno permanentes, lo que
dormía en la noche despertó al amanecer. A ese paso entre la noche y el día, que aparece
por la urgencia y la revelación ante una pregunta, que aparece desde la nada, la llamamos
obra: un libro. ¿Pero de qué está hecha una obra? Según Hamlet, él lee solo «palabras,
palabras, palabras». Y entonces, ¿qué son las palabras? ¿Qué se guarda en cada una de
ellas?
La palabra-alma
Para el crítico literario francés Blanchot:
La literatura está dividida entre dos tendencias: una que se enfrenta a un movimiento de
negación y la otra que tiene la preocupación por la realidad de las cosas, por su existencia
desconocida, libre y silenciosa y que simpatiza con la oscuridad y con la pasión sin
objetivo (2007, p. 312).
Pensemos en la primera tendencia, la del movimiento de negación permanente:
ese movimiento digno del trabajo de Sísifo
2
es el que culmina en la palabra. ¿De dónde
surgen las palabras? ¿Tienen un alma? El canto Tupa Tunandé de la cultura guaraní
recogido por Egon Shaden pronuncia:
Habiéndose erguido
De sabiduría contenida en su propia divinidad,
Y en virtud de la sabiduría creadora,
2
Según la mitología griega, Sísifo, rey de Éfira, por haber desobedecido varias veces a los dioses y ya en
el Inframundo, es sometido a un castigo eterno: empujar una piedra enorme cuesta arriba en una ladera
empinada y cuando esta estuviera a punto de llegar a la cima, la piedra habría de rodar hacia abajo, haciendo
que Sísifo tenga que reiniciar el mismo trabajo una y otra vez por la eternidad.
Parió la esencia de la palabra-alma
Que iba a expresarse: el humano…
Creó nuestro Padre el fundamento del linaje-lenguaje humano
E hizo que se pronunciase como parte de su propia divinidad… (Subirats, 2012, p. XX).
Hay una palabra fundadora
3
. Una palabra que al momento de escribirse deja de
ser nada y se convierte en algo, pero que aun así continúa llevando en su esencia esa
fugacidad y ambigüedad inicial. «Lo que está escrito es el movimiento perfecto por el
cual lo que dentro no era nada vino para la realidad monumental del afuera como algo
necesariamente verdadero» (Blanchot, 2007, p. 292). Desde el silencio y aceptando su
muerte surge el lenguaje invocado por las palabras. Este lenguaje está hecho a base de
inquietud y también de contradicciones. La posición que él ocupa es poco estable y poco
sólida. Blanchot nos invita a hacer un esfuerzo para escuchar una palabra: «en ella la nada
lucha y trabaja, sin descanso cava, buscando una salida, tornando nulo lo que la aprisiona,
como una inquietud infinita, una vigilancia sin forma y sin nombre» (2007, p. 315). El
lenguaje, esperando en esa nada y en ese vacío, sabe que para hacerse efectivo necesita
ver la luz del día, espera por existir.
La luz de las palabras se extiende hasta quienes las miran. Hay textos o,
particularmente, fragmentos de textos, que funcionan como otros tantos insights, para
tomar ese término de los psicoanalistas, como otros tantos haces de luz sobre una parte
del sí mismo en sombras hasta ese momento. «El texto viene a iluminar algo que el lector
llevaba en él, de manera silenciosa» (Petit, 2001, p. 48). La frase del escritor existe y, si
existe realmente a punto de hacer de quien escribe un escritor, es porque no solo es su
frase, sino también es la frase de otros hombres capaces de leerla, es una frase universal.
Algunas palabras, algunas frases, un poema, perfectamente pueden resonar en nosotros
durante toda una vida.
Cuando una palabra surge, algo ha muerto, la idea de donde ella venía muere al
ser escrita: ella carga con esa muerte y deja un rastro imposible de seguir hasta su origen.
La literatura permanece en ese espacio oscuro de donde la palabra emerge. La literatura
permanece, según Blanchot, en la tumba de Lázaro y de esa muerte nacerá la palabra, la
3
La palabra poética representa de forma más precisa este papel fundacional de la palabra. Dice Octavio
Paz sobre la palabra poética: «a palavra poética é uma mediação entre o sagrado e os homens, portanto é o
verdadeiro fundamento da comunidade. Poesia é história, linguagem é sociedade, a poesia como ponto de
interseção entre o poder divino e a liberdade humana, o poeta como guardião da palavra que nos preserva
do caos original» (1984, p. XX).
única que podrá ver el día o su propia resurrección. La palabra es ese vestigio que
testimonia la permanente muerte de la literatura y el nacimiento del lenguaje. Las palabras
actúan como un poder oscuro que permite que las cosas se vuelvan realmente presentes
fuera de ellas mismas: «el poder prodigioso de lo negativo» (Blanchot, 2007, p. 292).
Juntamos las palabras, las ordenamos desde el caos que se presenta en nuestra mente, y
cuando aparece una obra, en el momento en que se tiene una obra, se tiene a un escritor.
Antes de eso el escritor no existe, la luz de la palabra no solo ha iluminado la oscuridad
del espacio donde habitaba la literatura sino también ha iluminado a un artista de la
palabra.
Literatura o muerte
Del mismo modo que la literatura habita un vacío y un silencio; el escritor, como ser
humano que enfrenta su existencia, también responde a un vacío propio. El
desencadenamiento de la obra es por lo general —a veces de manera más dramática, otras
veces de manera más solapada— un hueco, un silencio, un blanco que el escritor deberá
llenar con su historia, con su poema. Un espacio donde dejar una marca. Es mucho más
que una metáfora: «el vacío es realmente la génesis de la escritura» (Montes, 2001, p. 78).
El escritor se propone a soportar ese vacío por medio del ejercicio de su libertad creadora.
Un impulso revolucionario lo hace escribir. Blanchot nos dice que «todo escritor que, por
el propio hecho de escribir, no es llevado a pensar: soy la revolución, solamente la libertad
me hace escribir, en realidad, no escribe» (2007, p. 306). El propio acto de escribir lo
libera. La metamorfosis que promueve en las palabras lo libra de la esclavitud a la que
estaba sometido en ese vacío. Crea mundos sin restricciones, como el Marco Polo de
Calvino encantando a Kublai Khan con sus ciudades invisibles
4
. Él instala una nueva ley
en ese mundo. Niega el vacío, niega el silencio para volverse todo lo que su existencia
pasajera como ser humano le ha negado ser: en este mundo es el señor de todo.
La acción revolucionaria del escritor es la misma que encarna en la literatura: un
pasaje de la nada al todo. De la nada emerge la literatura; el lenguaje, las palabras que se
volverán su obra, nacen del vacío del escritor, de su propia nada. El último acto del
4
Las ciudades invisibles es un texto del escritor italiano Ítalo Calvino en el que se cuenta el encuentro entre
Marco Polo, viajero, y Kublai Khan, rey de los tártaros y heredero del gran Gengis Khan, donde el viajero
describe al rey sus ciudades invisibles hasta el momento en que el mismo Kublai Khan toma la posta y
empieza a imaginar y narrar la historia de esas mismas ciudades.
escritor, la última meta estimable y deseable al escribir es entregarse a esta acción
revolucionaria. Un dar todo en su obra: libertad o muerte.
El escritor además es un testigo de palabras ajenas. El psicoanalista francés Boris
Cyrulnik, nos habla de la importancia de los escritores y los artistas al capturar las
palabras de otros cuando estas aún son imposibles de exteriorizar. Cyrulnik, sobreviviente
del Holocausto, sabe muy bien de esta capacidad del escritor
5
.
Y entonces, ¿cuál es la obra del escritor? El libro, desde luego. El libro es la obra
con la que ingresa al mundo. ¿Qué hace el escritor que escribe? Todo lo que hace un
hombre que trabaja en otros campos, pero en un grado eminente. Esa obra la produce
modificando realidades humanas. Escribe a partir de cierto estado del lenguaje, de cierta
forma de cultura, de ciertos libros, a partir también de elementos objetivos. Ese nuevo
libro ciertamente es una realidad. El autor no solo entrega una obra al mundo. La escritura
de un libro se vuelve toda una experiencia, una innovación extraordinaria. Blanchot
afirma que, en la presencia de esa nueva realidad, «el escritor se vuelve otro y aún más:
esa otra cosa —el libro—, del cual él solo tenía una idea y que de ninguna forma podía
conocerla previamente, es justamente el escritor transformado en otro» (2007, p. 303). El
escritor ha realizado otra metamorfosis por medio de esa experiencia a la que llamamos
escritura y que parte desde el vacío. Al finalizar, la obra ella representa a su propio
nombre
6
. El filósofo alemán Heidegger también menciona esta intrínseca relación entre
el trabajo manual del escritor realizado en su obra y cómo en ella reside su propio ser:
«Ser, palabra […] el manuscrito nombra una matriz original y esencial […] La relación
del ser con el hombre, esto es, la palabra, es, en el manuscrito, inscrita en el ser» (Han,
2018, p. 69). Pero pensamos un poco más en lo que significa que el escritor se haya
convertido en su propia obra.
Homo faber
5
Ver entrevista disponible en YouTube: «Resiliencia. El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional».
https://www.youtube.com/watch?v=_IugzPwpsyY&t=1874s
6
Esta capacidad de darle nombre a lo inactual e invisible es muy importante en el trabajo sobre el mito,
según Blumenberg:
Para hacer de lo inactual e invisible objeto de una acción de rechazo, de conjura, de reblandecimiento o
despotenciación se corre ante ello, como un velo, otra cosa. La identidad de tales factores es constatada y hecha
accesible mediante nombres, generando así un trato de igual a igual. Lo que se ha hecho identificable mediante
nombres es liberado de su carácter inhóspito y extraño a través de la metáfora, revelándose, mediante la narración
de historias, el significado que encierra (2003, p. XX).
El libro, cosa escrita, entra en el mundo donde cumple su papel de transformación. Con
esto, el escritor ha realizado un acto prodigioso. «Las palabras con las que describe este
nuevo mundo son reales, la historia es imaginaria. Un mundo que es sacado de la realidad,
pero que al mismo tiempo resulta inaccesible» (Blanchot, 2007, p. 305). Como habíamos
mencionado líneas arriba, el libro es la obra con la que el autor ingresa al mundo, con la
que se insiere en el presente, en un determinado momento de la historia.
Podríamos iniciar un diálogo con algunas de las ideas de la pensadora alemana
Hannah Arendt. La importancia de la obra como un artefacto producido a partir del
pensamiento y con la cual el ser humano ingresa al mundo es parte de una permanente
reflexión en la obra arendtiana. Así, la pensadora menciona que la reificación que se da
al escribir algo se relaciona evidentemente con el pensamiento que precedió a la acción,
pero «lo que de verdad hace del pensamiento una realidad es la misma hechura que,
mediante el primordial instrumento de las manos humanas, construye las cosas duraderas
del artificio humano» (Arendt, 1996, p. XX). Son palabras muy parecidas a las de
Blanchot, las cuales mencionamos líneas arriba. A saber, que el escritor solo se hace
cuando produce una obra, o sea una vez que produce un libro. Y en algo más coinciden
Arendt y Blanchot. Esta reificación, como ella gusta llamar al proceso en que el
pensamiento se convierte en una realidad, una obra, un libro, para Arendt siempre paga
un precio y este precio es la propia vida: «siempre es la letra muerta en la que debe
sobrevivir el espíritu vivo» (AÑO, p. XX). Este carácter de muerte, continúa Arendt, «es
el que separa el hogar original del pensamiento en el corazón o la cabeza del hombre y su
destino final en el mundo» (AÑO, p. XX)
7
.
El escritor es un homo faber que fabrica libros: ellos son su obra. Es la forma en
que ellos ingresan y suman al artificio del mundo. Para Arendt, la existencia humana sería
imposible sin las cosas, y estas serían un amontonado de artículos incoherentes, un no
mundo, si estos no fueran condicionantes de la existencia humana. La fabricación de una
7
Como aclaración, sería oportuno definir brevemente a lo que Arendt llama «mundo». Resumiendo, mundo
es ese espacio que el ser humano crea artificialmente, por medio de las cosas que fabrica, entre él y la
naturaleza. Además, es el espacio que también surge cuando se encuentra con otros seres humanos y con
los que se relaciona por medio de la acción y del discurso. Arendt dice: «Somos del mundo y no solamente
estamos en él; también somos apariencias, aparecemos y desaparecemos; y a pesar de venir de ningún lugar,
llegamos bien equipados para lidiar con lo que nos aparezca y para tomar parte en el juego del mundo»
(AÑO, p. XX).
obra le da estabilidad al mundo, le da solidez a un ser cuya permanencia en el mundo es
transitoria y mutable
8
.
Del mismo modo, para la teórica política alemana, la acción y el discurso son
fundamentales para cuidar el mundo que hemos construido. Claro que ambos, en Arendt,
se refieren al espacio público, pero aun así esta acción es la sustancia inteligible de las
relaciones humanas (podríamos extenderlo a la relación entre escritor y lector). Hablando
y actuando los hombres se distinguen, pues en la acción y en el discurso, la alteridad que
el hombre comparte con todos los seres se transforma en singularidad: en la acción y en
el discurso —o sea con el uso de la palabra—, los hombres no revelan qué son, sino
quiénes son.
Esas palabras, que han sobrevivido al proceso de vida y muerte de la literatura y
de su oscuridad, son el eslabón que une al escritor con un nuevo personaje que es
recurrente en nuestro juego: el lector. Dice Arendt que «el mundo humano antes tiene que
ver con el artefacto humano como el producto hecho por manos humanas» (Arendt, 1996,
p. XX) —sumamos a los libros—, y entre los cuales habitan los hombres —para nuestro
caso, el escritor y el lector—. Convivir en el mundo significa esencialmente tener un
mundo de cosas interpuesto entre los que habitan este mundo común. Arendt va a colocar
el ejemplo de una mesa: un artefacto que se interpone entre quienes se sientan alrededor
de ella, pero que, del mismo modo, como todo intermediario, simultáneamente va a
separar y a unir a los hombres en un espacio único
9
. Dialogando con Blanchot, el escritor
apela al lector llamando desde el vacío, expresando el esfuerzo de un hombre privado de
mundo, que quiere volver al mundo, pero manteniéndose en su periferia. Inclusive estas
palabras nos sugieren que es el lector quien salvaría de la alienación al escritor y lo
insertaría de nuevo en el mundo
10
. El escritor deja su obra para el lector y es lo único que
8
Sería oportuno citar este poema de Jorge Luis Borges en el que precisamente se habla de la fugacidad de
la existencia del hombre, en contraste con la permanencia de las cosas; inclusive, en los últimos versos, les
otorga conciencia:
El bastón, las monedas, el llavero, / la dócil cerradura, las tardías / notas que no leerán los pocos días / que me
quedan, los naipes y el tablero, / un libro y en sus páginas la ajada / violeta, monumento de una tarde / sin duda
inolvidable y ya olvidada, / el rojo espejo occidental en que arde / una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas, / limas,
umbrales, atlas, copas, clavos, / nos sirven como tácitos esclavos, / ciegas y extrañamente sigilosas! / Durarán más
allá de nuestro olvido; / no sabrán nunca que nos hemos ido (AÑO, p. XX).
9
El principio de comensalidad utilizado por los antropólogos es fundamental al relacionar a la mesa y su
propiedad de unir a los seres humanos alrededor de un mismo espacio. Un ejemplo que me parece adecuado
es el que brinda el teólogo J. D. Crossan en su libro sobre Jesús llamado Jesús, una biografía
revolucionaria. Dicho sea de paso, la figura de Jesús también va a ser utilizada por Arendt al hablar del
perdón en su ya citado libro La condición humana.
10
La palabra «alienación» aquí utilizada refiere también a lo definido por Arendt. En pocas palabras,
alienación es el alejamiento, distanciamiento o pérdida de la relación que tiene el hombre con el mundo que
lo rodea y por ende con el espacio que comparte con otros seres humanos.
los une, pero que al mismo tiempo los separa. La muerte del escritor se concreta con el
nacimiento del lector y, como sugiere Arendt, cada nacimiento representa una nueva
posibilidad para actuar en el mundo
11
.
Esta relación, la separación, es necesaria en el juego de la literatura, es el pathos
de la distancia. La palabra es la advertencia que la muerte está, en ese exacto momento,
suelta en el mundo. Que entre el escritor, que escribe, y la persona que interpela, el lector,
surgió algo de manera súbita: la palabra está entre nosotros como la distancia que nos
separa, pero esa distancia es también la que nos impide estar separados, pues en ella
misma reside la condición de todo entendimiento.
¿Cuál es el poder de la literatura? En palabras de Arendt, para ella «ninguna
filosofía, ningún análisis, ningún aforismo por más profundos que sean pueden
compararse en intensidad y riqueza de sentido a una historia contada adecuadamente»
(2014, p. 39).
La frontera indómita
El escritor se suprime y a partir de ese momento en la obra cuenta solamente aquel que la
lee. El lector hace la obra, leyéndola, él la recrea; él es su nuevo autor, «es la conciencia
y la sustancia viva de la cosa escrita; así, el autor solo tiene una meta, escribir para el
lector y confundirse en él» (Blanchot, 2007, p. 306). El escritor ha dejado su obra en el
mundo, ha creado este universo y ahora escapa de la balsa para que el lector tome la
conducción y recorra su propio camino. Este triunfo provisorio sobre la nada, hecho con
palabras que llevan en ellas mismas las marcas de una ausencia, se ha encerrado en una
obra donde él ha dejado su propio ser. Ahora la obra lo significa. ¿Qué sucede en el
momento en que el lector tiene un libro entre sus manos y comienza su propia experiencia
literaria? Dice Gadamer que «al descifrar e interpretar la palabra escrita, un milagro
sucede: la transformación de algo extraño y muerto en algo totalmente contemporáneo y
familiar» (1993, p. XX).
Habíamos sido partícipes del vacío y de la nada oscura desde donde sale la
literatura, fuimos testigos del vacío que el escritor necesita para emprender el camino de
11
Dice Barthes en «La muerte del autor»: «La escritura es la destrucción de todas las voces, todos los
orígenes. La escritura es esa castración, ese compuesto, esa oblicuidad en la cual nuestro asunto huye, el
negro y el blanco en que toda identidad se pierde, comenzando con la propia identidad del cuerpo que
escribe» (AÑO, p. XX). El lector es —sigue Barthes— «aquel alguien que mantiene reunido en un único
campo todos los rastros de los cuales la escritura se constituye» (AÑO, p. XX), para finalmente decretar que
«el nacimiento del lector debe ser compensado por la muerte del escritor» (AÑO, p. XX).
la escritura de su obra, ahora llegamos a un tercer vacío que es el vacío del lector. ¿Cómo
se presenta este vacío en el lector? ¿Cómo hace para enfrentarlo? «La lectura es algo muy
poco tranquilizador o tan tranquilizador como asomarse a un abismo» (Montes, 2017, p.
33). Una actividad en la que estamos en la cuerda floja. Somos como Philippe Petit en
medio de las dos grandes torres
12
. Estamos ante a una inminencia que se nos presenta
como un acertijo y nos preparamos para intentar enfrentar nuestro vacío con las palabras.
La intriga de lo que sigue después de cada página nos alienta a continuar, nuestro espanto
por lo que está sucediendo nos anima a voltear la página, hacemos un silencio, miramos
a un punto extraviado en la pared, respiramos y seguimos leyendo. Así como nuestro
cuerpo necesita tener los pulmones vacíos para permitirnos llenarlos con el oxígeno que
alimenta nuestra vida, la lectura tiene su propia respiración y ese vacío previo a esa
respiración es el enigma: el enigma que nos presenta cada nuevo libro y que, aunque
sepamos irresoluble, intentamos bordear, acariciar, limitar, conquistar. Encontramos
permanentemente la inminencia de una revelación que nos presenta el hecho estético
13
.
«El lector quiere justamente una obra extranjera en la que descubra algo
desconocido, una realidad diferente, un espíritu separado que pueda transformarlo»
(Blanchot, 2007, p. 297). La obra se ha convertido en un intruso. ¿Qué tipo de intruso?
Uno que llena de vida al lector, que intenta llenar su vacío. El filósofo francés Jean-Luc
Nancy (2006) cuenta que su corazón, enfermo, estropeado, no podía seguir bombeándole
vida y tuvo que someterse a un trasplante. El corazón trasplantado fue un intruso con el
que su propio organismo luchó para expulsar, en un permanente movimiento de rechazo
y aceptación. Su vida dependía de ello. Finalmente, aceptado el corazón intruso fue el que
empezó a transmitirle vida y lo sigue haciendo hasta ahora. Así funciona la obra de un
escritor como intruso. Es una obra extranjera que llega para traernos sus sombras y su luz
por medio de las palabras. Su negatividad es la que permite este encuentro entre lector y
obra. Así nos enfrentamos a la negatividad de lo ajeno, de lo extraño, de lo otro.
Han nos habla de la experiencia que nos enfrenta a la negatividad del «otro». El
filósofo dice que «el espíritu despierta en vista de “otro”. La negatividad del “otro” lo
mantiene vivo. “Quien solo se refiere a mismo, quien persiste en mismo, está sin
12
Philippe Petit, funambulista francés que se hizo famoso por cruzar caminando sobre un cable la distancia
entre las azoteas de las Torres Gemelas del World Trade Center en la ciudad de Nueva York, en la mañana
del 7 de agosto de 1974.
13
Dice Jorge Luis Borges en La muralla y los libros: «La música, los estados de felicidad, la mitología, las
caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares quieren decirnos algo, o algo dijeron
que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se
produce, es, quizá, el hecho estético» (AÑO, p. XX)
espíritu”» (2018, p. 92). Siguiendo a Heidegger dice que solo aquel que se libera de su
«relación simple a sí» tiene una experiencia verdadera. Sin dolor, sin negatividad del otro,
en el exceso de positividad, ninguna experiencia es posible. Pero no solo eso, la
negatividad presenta un rasgo más importante durante el encuentro con el otro: es
motivadora del deseo. Cuando algo es totalmente transparente, cuando no hay enigmas,
cuando no hay acertijos, cuando no hay preguntas, cuando todo es claro, ningún deseo se
presenta. Para que haya algún brillo, necesitamos de las sombras. Necesitamos de ellas
para que las luces irrumpan. Donde no hay quebradura, no hay Eros, donde todo es
transparente, solo presenciamos el final del deseo.
Graciela Montes tiene una hermosa metáfora que se refiere a este encuentro con
lo «otro». ¿Recuerdan ese juego que amábamos de niños donde todos cantábamos,
tomados de las manos, «juguemos en el bosque mientras que el lobo no está»? para luego
añadir «¿Lobo, qué estás haciendo?» Montes dice que los sentimientos que surgen al
enfrentar ese espacio desconocido son necesarios en una lectura. Es más, nos dice:
¡Pobres de nosotros si, desprovistos de bosque, ya no somos capaces de perdernos, de
inquietarnos y deslumbrarnos frente a lo que nos resulta un poco oscuro, un poco
enmarañado, un poco incomprensible! Sería como perder los enigmas. Y el que pierde
los enigmas pierde también el deseo (2017, p. 135).
Lo «otro» no solo es respetable, «lo otro» nos hace falta. Sin «lo otro», lo «uno»
se seca. Sin preguntas, las respuestas se atontan. Es probable que el lobo del juego nos
esté esperando en medio de ese enmarañado bosque, pero un lector es tan valiente como
para enfrentarlo.
Michèle Petit nos muestra cómo la lectura literaria permite que los lectores creen
su espacio propio. Por medio de una serie de testimonios, nos damos cuenta de la
importancia de este encuentro con un «otro», con su negatividad —vacío, extrañeza,
enigma, pregunta—. Agiba, una adolescente de dieciséis años, de familia musulmana,
dice: «Yo tenía un secreto mío, era mi propio universo. Mis imágenes, mis libros y todo
eso. Ese mundo mío está en los sueños» (Petit, 2001, p. 43). Ella estaba creando su propio
universo. Un espacio propio donde nadie más influía, donde a través de las palabras
heredadas por el escritor iba desvelando los secretos que había en su interior. Leamos
ahora el testimonio de Christian, que también tiene dieciséis años y vive en un hogar para
trabajadores jóvenes: «Me gusta todo lo que tiene un aire a Robinson (Crusoe), las cosas
así. Me permite soñar. Me imagino que algún día llegaré a una isla, como él, y a lo mejor,
quién sabe, podría hacerme una cabaña» (Petit, 2001, p. 43). El espacio que Christian se
ha construido es un territorio independiente, autónomo. Se siente capaz de enfrentar solo
el poco amigable espacio de una isla. Estas palabras reafirman la capacidad de los lectores
para sortear rumbos imprecisos, desconocidos, escabrosos, desolados: «los lectores son
viajeros; circulan sobre tierras ajenas, como nómadas que cazan furtivamente a través de
campos que no han escrito» (De Certeau, 1996, p. 187). Son cazadores de palabras en
medio de un bosque con insospechables riesgos.
Montes propone que el espacio propio que crea un lector es una forma de
«frontera». Una frontera, por supuesto, indómita», indomable, autosuficiente. A lo que
agrega:
Recalé en la noción de frontera, un sitio —asociado de alguna manera al juego— donde
yo estaba cuando leía, y cuando me leían, y también, después, cuando escribía. Un sitio
en el que no era ni yo misma ni el mundo, sino otra dimensión, que en esa práctica y con
esa práctica se volvía habitable y acogedora (Montes, 2017, p. 24).
Este es el espacio que surge cuando leemos. Una frontera indomable, inalienable,
ajena al mundo y ajena inclusive a nosotros mismos, por momentos fuera de todo nuestro
control, sin que eso signifique que no podamos construirnos a partir de esa experiencia.
El profesor mexicano Gregorio Hernández dice que «un lector es alguien que se apropia del
lenguaje de otros para expresar sus propias intenciones y para convertirse en un autor y
actor de su lugar en el mundo» (como se citó en Castrillón, 2011, p. 56).
La tentación de lo imposible
El lector ha creado un espacio propio e inalienable por medio de la lectura. Ha creado un
espacio poético que ha terminado por construir una subjetividad necesaria para enfrentar
el mundo. ¿Solo para él? Podríamos pensar que un ejercicio que se da en soledad —como
lo es la lectura— termina por construir nada más que un espacio para el lector. ¿El lector
entonces se olvida del mundo y se sumerge en este mundo de ficción donde todo le
pertenece? En principio, retomando brevemente a Arendt, queremos proponer que la
lectura no es un ejercicio en soledad sino en solitariedad, que, desde luego, para nuestra
autora —y lógicamente es parte de nuestra propuesta— son diferentes. La soledad, dice
Arendt, no consiste solo en una forma de aislamiento, en que los hombres plurales se
pierden los unos a los otros como en la destrucción del espacio público. «La soledad es
una experiencia que nace de la destrucción simultanea del ámbito privado de la existencia,
en el cual el hombre pierde toda relación con el mundo en cuanto obra humana
experimentada en la actividad de la fabricación» (Arendt, 2006, p. 635). En soledad, el
hombre pierde el «sentimiento de la realidad» dado por el sentido común y, al fin, se
pierde a mismo como compañero durante el diálogo reflexivo del pensamiento. El
lector puede leer de forma solitaria, claro. En general, la lectura es un acto que uno hace
de forma íntima y personal, pero eso no implica que sea un ser alienado y que no tenga
un diálogo constante consigo mismo y con el mundo, o sea, con el espacio que habita
entre los seres humanos. El lector de ninguna forma puede quedarse aislado en ese espacio
ajeno al mundo que lo rodea. Enriqueciendo el diálogo, podemos discrepar con algunas
cuestiones que nos sigue planteando Blanchot.
Blanchot menciona que «aquellos que entran al mundo del escritor, donde él es el
señor del imaginario, pierden de vista los verdaderos problemas de sus vidas» (2007, p.
302). Del mismo modo, dice que «el escritor arruina la acción, no porque disponga de lo
irreal, sino porque coloca a nuestra disposición toda la realidad» (AÑO, p. XX).
Particularmente, discrepamos con la idea de un lector seducido e inmerso de forma total
en el mundo de la ficción. Por supuesto que cuando leemos, la lectura instala su propio
tiempo, su propio espacio y nos mantenemos en esa frontera que ya hemos definido; pero,
luego de ella, no seguimos aislados del mundo ni esperando quedar en la ficción; muy
por el contrario, la literatura nos hace ingresar de una forma diferente al mundo en el que
vivimos. La lectura, como espacio propio, espacio de construcción de sí, un espacio en
libertad, crea lectores que sean la enfermedad del sentido común, con la consciencia de
que solo podemos convivir reconociendo la pluralidad de cada ser humano. ¿Por qué las
tiranías han quemado con tanto empeño miles y miles de libros, entonces? Por ejemplo,
Ray Bradbury, en su conocido libro Fahrenheit 451, da cuenta de la importancia del
control sobre las bibliotecas en una sociedad donde lo que menos se quiere es la libertad
de pensamiento. Es que la literatura es pluralidad, desvío, diversidad.
La literatura no ofrece explicaciones, sino muestra otros universos para seguir
colocando más preguntas en las mentes de los lectores; la literatura no ofrece respuestas,
no da recetas. Los lectores se descubren a mismos y en su propio camino, pues cada
lector tiene ante un libro diferente. Cada libro es un mar de preguntas y tensiones. ¿Qué
es un libro, un librito, en ese fluir, ese universal manar del tiempo que, para gloria nuestra,
registramos y, para nuestra desgracia, sufrimos? El libro es todo un conjunto de
experiencias y a él estamos unidos de manera única:
Un libro leído y amado es un bien irremplazable. Para el verdadero lector no existen libros
idénticos, por semejantes que sean. Cada libro es para él una amistad con todas sus
grandezas y sus miserias, sus disputas y sus reconciliaciones, sus diálogos y sus silencios.
Al releer estos libros —el amante es sobre todo un relector— irá reconociendo sus horas
perdidas, sus viejos entusiasmos, sus dudas inútiles. Un libro amado es un fragmento de
vida. Perdido el libro, queda un vacío en la memoria que nada podrá reemplazar. Los
verdaderos amantes de los libros inscriben su vida en ellos (Lee por Gusto, 13 de abril de
2015).
Un libro además nos muestra un camino hacia un mundo diferente. Al encontrar
en la ficción un mundo distinto al que vivimos, nos transmite un impulso utópico. No me
refiero a una utopía en su definición habitual, la que dice que es un no-lugar, un imposible;
sino más bien a una utopía que es un principio de cambio, sabiendo que la sociedad que
deseamos no es imposible, sino que es solamente algo que «todavía-no» está ahí, como
bien lo ha mencionado el filósofo alemán Ernst Bloch.
¿Qué libros fueron prohibidos durante nuestra historia? Ejemplos tenemos varios:
Madame Bovary, los libros del Marqués de Sade y Los miserables de Víctor Hugo. El
último podemos recordarlo junto con el estudio que de él hace el escritor y premio nobel
peruano Mario Vargas Llosa. Él menciona que una de las críticas más lacerantes, que hizo
el reconocido Alphonse de Lamartine, fue que el libro era un instrumento que fomentaba
el deseo de la revolución, que animaba al cambio social, a la desobediencia, a enfrentarnos
a la autoridad. El libro fue prohibido porque podía lograr que sus lectores pasen de la
contemplación a la acción (Vargas Llosa, 2004).
Del mismo modo que Los miserables, un libro escrito por José María Arguedas
(1996) nos invitaba a la acción. En El zorro de arriba y el zorro de abajo, donde nos deja
algunas cartas y reflexiones propias que intercala a la ficción, encontramos ideas de
cambio social, del recuerdo de nuestras tradiciones para afrontar esta modernidad, de
denuncia frente a la injusticia y la desigualdad. Uno de sus más grandes estudiosos,
Martín Lienhard, dice que para Arguedas la continuación de El zorro... no podrá ser
literaria sino política: la hará el lector colectivo que crece poco a poco, a lo largo de la
novela, para convertirse al final, algo míticamente, en actor de la historia. El lector pasa
de una lectura en soledad a una lectura del mundo particular e ingresa al mundo
avizorando una realidad diferente.
El lector es, pues, emancipación, un grito en el silencio, un malestar para el orden,
una piedra en el zapato, un buscador de utopías; acepta la extrañeza de los otros, las valora
y las necesita, no siempre se obsesiona con los academicismos, las grandes explicaciones
de lo que el autor de un libro quiso decir ni las corrientes literarias a las que pertenecieron,
en ellos primero encuentra sentido y significado, demora y paciencia, desde su frontera
indomable e irreprimible, nos demuestra que las campanas que suenan en el libro tocan
para cada uno de nosotros.
Nos gustaría, así, para enfatizar la importancia de los libros, instrumentos de los
lectores, terminar este ensayo con algunas de las palabras que el escritor español Federico
García Lorca asesinado durante la dictadura de Francisco Franco ofreció durante un
discurso, al inaugurar la primera biblioteca de su pueblo natal, Fuente Vaqueros, en
Granada:
¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: amor, amor, y que
debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras.
Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho
más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y
cercado por desoladas llanuras de nueve infinita, y pedía socorro en carta a su lejana
familia, solo decía: «¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!
Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir
horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la
agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy
poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida (Red de Bibliotecas, 27 de
marzo de 2015).
Referencias
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palabra y de la escritura (2a. ed., pp. 65-71). Paidós.
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Gadamer, H. G. (1993). Verdad y método. Sígueme.
Han, B-Ch. (2014). La agonía de Eros. Herder.
Han, B-Ch. (2018). No enxame. Perspectivas do digital. Vozes.
Lee por Gusto (13 de abril de 2015). Julio Ramón Ribeyro: el amor a los libros.
Entrevistas, reseñas y artículos para quienes leen por gusto.
https://bit.ly/3mmXanu
Montes, G. (2001). En el corral de la infancia. Fondo de Cultura Económica.
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Nancy, J-L. (2006). El intruso. Amorrortu.
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Vargas Llosa, M. (2004). La tentación de lo imposible. Alfaguara.