Aproximaciones a la historia del libro y la lectura en el Perú
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Magaly Milagros Sabino La Torre
Fundación Dispurse, Lima, Perú
Contacto: maga22sabi@gmail.com
https://orcid.org/0000-0001-7549-9828
Resumen
Esta investigación presenta una serie de hechos relevantes para la configuración de la historia
del libro y la lectura en el Perú; teniendo como punto de partida la presencia de los españoles
en el territorio peruano y la imposición de su cultura, principalmente a través de la
evangelización. Se detalla la aparición de los primeros impresos en la capital del virreinato y
los momentos de censura inquisitorial que el libro atravesó. Del mismo modo, se describe el
proceso que conllevó al desarrollo de las primeras publicaciones periódicas en la ciudad de
Lima. Luego de la independencia, se narra el establecimiento de la Biblioteca Nacional del Perú
y los acontecimientos que generaron distintas acciones en favor de la promoción del libro y la
lectura, tanto en el sector editorial como en el bibliotecario. El estudio finaliza destacando la
labor de PROMOLIBRO en los primeros años del siglo XXI, cuyas funciones vienen hoy en
día siendo cumplidas por la Dirección del Libro y la Lectura del Ministerio de Cultura.
Palabras clave: libro y lectura, historia, Perú.
Abstract
This investigation presents a series of relevant facts for the configuration of the history of books
and reading in Peru; having as starting point the presence of the Spaniards in the Peruvian
territory and the imposition of their culture, mainly through evangelization. It details the
appearance of the first printed books in the capital of the viceroyalty and the moments by which
the book went through an inquisitorial censorship. In the same way, the process that led to the
development of the first periodical publications in the city of Lima is described. After
independence, there are narrated the establishment of the National Library of Peru and the
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Fecha de recepción: 1 de agosto de 2020; fecha de aceptación: 16 de octubre de 2020.
events that generated different actions in favor of the promotion of books and reading, both in
the publishing sector and in the librarian. The study concludes by highlighting the work of
PROMOLIBRO in the first years of the 21st century, whose functions are nowadays being
fulfilled by the Book and Reading Office of the Ministry of Culture.
Keywords: Book and reading, History, Perú.
De la misma manera que la invención de la escritura fue determinante para el inicio de una
nueva edad en la historia universal, la presencia de la escritura en formato de libro en el
territorio peruano significó el comienzo de una de las etapas más extensas y transformadoras
para la cultura nacional. Como un objeto de poder, violencia y vasallaje, así apareció el libro
en el Perú para imponerse a la cultura oral que caracterizaba al país.
El libro como objeto de sumisión y persecución
Desde su aparición en la plaza de Cajamarca en 1532, en manos del fray dominico Vicente de
Valverde, y dirigido hacia el inca Atahualpa, el libro se presenta como un objeto de sumisión
ante el cristianismo y no como un símbolo de lectura, pues, como lo mencionaba Cortez, «la
historia del libro no es la de la lectura, aunque la lectura dote de historicidad al libro» (2005, p.
48). Para el inca, leer significaría interpretar los nudos de los quipus, los trazos de las quilcas,
los tejidos de los tocapus; manifestaciones artísticas casi siempre acompañadas de narraciones
orales, hecho que el libro de los españoles no supo comunicar.
[…] lleuando en la mano derecha una crus y en la esquierda el brebario y le dize al dicho atagualpa
ynga que tanbien es enbajador y mensage de otro señor muy grande amigo de dios y que fuese su
amigo y que adorase la crus y creyse el euangelio de dios y que no adorase en nada que todo lo
demás era cosa de burla. rresponde atagualpa ynga y dize que no tiene que adorar a nadie cino al
sol que nunca muere ni sus guacas y dioses tanbien tienen en su ley aquello guardaua y pregunto
el dicho ynga a fray uisente quie se lo auia dicho. rresponde fray uisente que le auia dicho
euangelio el libro. y dixo atagualpa damelo a mi el libro para que me lo diga y anci se la dio y lo
tomo en las manos comenso a oxear las ojas del dicho libro y dize el dicho ynga que como no me
lo dize ni me habla a mi el dicho libro. hablando con grande magestad asentado en su trono y lo
echo el dicho libro de las manos el dicho ynga atagualpa (Guamán Poma de Ayala, 1615, pp. 173-
174).
Hay muchas versiones de este pasaje histórico en la memoria del Perú. Todas coinciden
en que, al no hablarle el libro al inca, él lo arrojó al suelo, lo que provocó la furia de los
españoles. Así, por ejemplo, Mc Cormack indica que el libro fue el protagonista central de
dicho acontecimiento. Si para los españoles reflejaba una definición política y religiosa, para
los pobladores de los andes suponía las diferencias culturales entre ellos. Además, precisa que
el libro de Valverde estaría escrito en latín y que ni Pizarro ni sus soldados podían leerlo, no
constituyó por ende un elemento para su lectura. La escritora se pregunta entonces ¿cómo podía
esperarse que lo leyera el inca?, y reafirma la condición, que muchos escritores también apoyan,
que «el libro tuvo que ser un objeto, no un texto, y menos un lugar de acceso a la palabra
hablada» (1988, p. 705).
No obstante, si en un principio el libro fue un instrumento para la evangelización e
imposición de leyes, religión, cultura y costumbres; años más tarde se convertiría en objeto de
persecución y censura a consecuencia de las ideas revolucionarias y libertadoras que en las
épocas preindependentistas portaban (Sánchez, 1978). De esta forma, en 1546, tras la derrota
del primer virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela, en la rebelión de los encomenderos en contra
de las nuevas leyes, la lectura, la importación y la edición de textos, se vieron limitadas.
En 1569, el rey Felipe II crea por medio de una real cédula la Inquisición en el Perú. Este
hecho haría que la junta nombrara como nuevo virrey a Francisco de Toledo, quien, junto a dos
inquisidores, arribaría a Lima en noviembre del mismo año. Así, tras el juramento de obediencia
y la lectura del edicto de fe, quedó fundado el Tribunal del Santo Oficio, una de sus principales
actividades fue la censura de libros. Más adelante, al fundarse las universidades y colegios
mayores tanto en Lima como en La Plata y el Cusco, se desarrolló en estos centros poblados
una vida intelectual con afanosos lectores por todo tipo de textos literarios. Aprovechando esta
circunstancia, a mediados del siglo XVI, aparecen libreros y comerciantes para calmar sus
necesidades culturales, pero el trabajo que ellos realizaban fue muchas veces opacado por la
presencia de la censura inquisitorial.
Sin embargo, algunos comerciantes supieron burlar estas normas e inspecciones en el
puerto ocultando los libros en barriles de vino, como lo relata Leonard (citado en Guibovich,
2003); el mundo colonial no estuvo del todo desabastecido de la literatura de ficción extranjera,
y como prueba de ello cuenta que gran parte de la primera edición de El Quijote de Miguel de
Cervantes Saavedra fue transportada hasta las tierras del Nuevo Mundo.
Por el contrario, aquellos que no sorteaban estos obstáculos debían enfrentarse a la
burocracia de la Inquisición. Esta burocracia estaba dividida en dos grupos: los ministros
asalariados, en donde se encontraban fundamentalmente inquisidores y fiscales, y los no
asalariados, de los que destacaban los comisarios y calificadores. Estos últimos actuaron como
principales agentes de la censura, tal como lo explicaría ampliamente Guibovich (2003) en su
libro Censura, libros e Inquisición en el Perú colonial, 1570-1754.
Los calificadores tenían la tarea de evaluar los escritos sospechosos que eran recogidos
por la Inquisición y registrar las declaraciones de los reos procesados; mientras que los
comisarios se dedicaban a controlar la llegada de navíos en los puertos, daban a conocer los
edictos, censuraban libros y ejecutaban las disposiciones que el Tribunal ordenaba. Estas
funciones eran repartidas en dos tipos de comisarios: los de puerto, quienes básicamente se
encargaban de restringir el acceso de literatura inmigrante prohibida, y los de partido, que
aplicaban los mandamientos y comisiones del Tribunal inspeccionando librerías e imprentas y
recibiendo informaciones en los asuntos de fe. Estos documentos iban a la Inquisición, donde
tenían la potestad de capturar o dictaminar sobre alguien.
Para hacer efectiva esta práctica de censura inquisitorial, los agentes se valían de dos
herramientas: los edictos y su compilación llamada índices o catálogos. Los edictos sobre los
libros prohibidos podían censurar uno o varios títulos y eran extensamente difundidos en el
virreinato como consecuencia de su promulgación masiva y tiraje extenso, características
opuestas a los catálogos. La temática de los libros que mostraban los edictos estaba dirigida
primordialmente a lo religioso y, en menores cantidades, a la política, derecho, historia, ciencia,
literatura, magia y astrología. Esta predilección se debió al objetivo de la Inquisición de
preservar la ortodoxia religiosa.
A pesar de ello, Guibovich comenta que este régimen no fue criticado; por el contrario,
hasta los hombres intelectuales lo creían necesario para garantizar la estabilidad social y
política. Por lo que algunos historiadores atribuyen a este periodo como «la causa de mantener
a la sociedad latinoamericana aislada y a la zaga del desarrollo intelectual europeo» (2003, p.
14).
Los primeros impresos
Ignorando la prohibición de imprimir libros en el virreinato peruano, pero valiéndose de la
autorización de la Real Audiencia de Lima, en 1584, Antonio Ricardo, un impresor italiano
nacido en Turín, consiguió imprimir el primer libro en América del Sur denominado Doctrina
christiana y catecismo para instrucción de los indios y las demás personas, que han de ser
enseñadas en nuestra santa fe con un confesionario y otros casos necesarios para los que
doctrinan. Este texto sería un catecismo en idioma español que contaría también con las
versiones en quechua y aimara para su lectura.
Sin embargo, José Toribio Medina, un erudito y bibliógrafo, de quien hacen mención
Sánchez (1978) y Miró Quesada (1976), demostraría que antes de la impresión de la Doctrina
christiana…, un opúsculo sería publicado con el nombre de Pragmática sobre los diez días del
año y considerado por lo tanto como la primera obra impresa del Nuevo Mundo, aunque no lo
fue de carácter público. Este pequeño texto relataba las reglas de cómo se habrían de registrar
los plazos judiciales, sueldos y salarios, luego de la adopción del calendario gregoriano, en la
que se suprimían diez días al mes de octubre de 1582 (Pardo, 1990).
En 1586, Ricardo publicó Arte y vocabulario en la lengua general del Pirú de Torres
Rubio, como texto de ayuda para comprender mejor lo presentado en la Doctrina christiana...
En la siguiente década, se presume que el impresor se dedicó a realizar reediciones de Doctrina
christiana…, Confesionario para curas y Tercero cathecismo, libros que, al ser destinados para
adoctrinar a los indios, gozarían del respaldo de los censores y evadirían la censura previa que
el Consejo Real establecía.
La censura previa, o también llamada a priori, consistía en la revisión del manuscrito
antes de ser impreso. Usualmente, estaba a cargo de un censor escogido por la autoridad real,
quien tenía como función salvaguardar la ortodoxia y bloquear los textos que podían ser
considerados subversivos para la religión o el Gobierno. Este censor reflejaba ser el garante de
la obra de un autor. De manera que si un escritor deseaba ver su obra impresa debía pasar este
filtro, además de conseguir la licencia de la autoridad eclesiástica o de la superior a su rango
(Guibovich, 2014).
Luego de dejar la imprenta establecida en el Colegio de San Pablo, que apoyaba a los
jesuitas en la edición de textos para la evangelización, Ricardo se independizó y desde su propia
imprenta recibiría distintos pedidos de impresión. Eguiguren (citado en Sánchez, 1978), se
refiere a Relaciones como uno de estos pedidos, el cual fue un encargo del virrey Hurtado de
Mendoza al correo mayor Pedro Balaguer de Salcedo. Este texto consistía en un folleto de
quince hojas y describía la victoria de don Juan de Castro y de la Cueva ante el pirata Juan de
Aquines, en el estrecho de Magallanes. De esta forma, este documento se convertiría en el
principal antecedente de los periódicos en la historia americana.
Años más tarde, y con la muerte de Ricardo, Francisco del Canto, otro impresor italiano
que radicaba en Lima, se hizo cargo de toda la imprenta del primero, mejorándola e incluso
llegando a imprimir en dos colores: negro y rojo.
[…] del Canto había acrecentado la imprenta de Ricardo; había hecho de nuebo [sic] muchas
formas, en rojo y en negro, y con grabados ambiciosos como el que buriló el agustino Francisco
Bejarano para las Exequias de la Reina Margarita; y hasta pudo prestar sus tipos y matrices para
las obras aimara y romance castellano del Padre Ludovico Bertonio, que aparecieron con Juli
como pie de imprenta en 1612 (Miró Quesada, 1976, pp. 25-26).
La imprenta de Juli, a la que se hace referencia en la anterior cita, estaba ubicada a orillas
del Lago Titicaca y pertenecía a un colegio jesuita situado en esa zona. Ella coexistía junto a
otras dos imprentas que funcionaban en 1637; sin embargo, sería realmente en Lima donde la
gran mayoría de los libros eran impresos. Muchos de estos textos mantenían un corte religioso
y sirvieron principalmente para evangelizar e instruir a los indios.
En 1609 sería impresa en Lisboa la primera obra nacional del Perú: Los comentarios
reales de los incas, del Inca Garcilaso de la Vega, para luego de muchos años después ser recién
editada en el Perú. Con este retraso, se evidencia la gran limitación de circulación de libros que
existía para ese entonces y que dejaba relegados a los americanos de las novedades literarias
que en Europa acontecían.
Hasta mediados de 1700, las imprentas eran los principales puntos de venta de libros, mas
en 1763 esta práctica se vio alterada con la aparición de la primera librería especializada de
Lima. De esta forma lo comenta Peralta (1997), quien además señala que no fue la única librería
de ese tiempo. Existió a la par un local similar conocido como la librería del Padre Jerónimo,
instalado por el fraile Diego Cisneros, que se dedicó a la venta de libros importados de Europa.
Gracias a las fuertes influencias que Cisneros poseía, dichos libros habrían evadido la revisión
respectiva por los comisarios, lo que permitió abastecer con estos textos a las bibliotecas
particulares de grandes personalidades públicas como la del sacerdote Toribio Rodríguez de
Mendoza.
El libro, se convirtió, entonces, en un símbolo de prestigio y poder político y religioso, y
las bibliotecas más importantes serían las pertenecientes a los monasterios. Una de ellas fue la
biblioteca de los jesuitas, aquella que en 1768, un año después de su expulsión, pasó a ser parte
de las colecciones de la Universidad Mayor de San Marcos. Este hecho posibilitó el acceso a
libros a las clases ilustradas de españoles y criollos, lo que significó un paso a la
democratización de la lectura. Después de la independencia, la biblioteca de esta universidad
pasaría a los anaqueles de la Biblioteca Nacional del Perú (Sánchez, 1978).
El inicio de las publicaciones periódicas
Pero la limitada lectura y circulación de libros literarios continuaba como consecuencia de la
acción de la Inquisición que prohibía textos romances como fábulas, historias imaginativas u
otros temas profanos. «En Lima no se podía imprimir ni transportar alguna obra sin una previa
licencia otorgada por los Consejos de Castilla e Indias. Se requería, además, de otra licencia
especial para venderlos» (Peralta, 1997, p. 110). Frente a ello, este autor también manifiesta
que surgieron las tertulias literarias:
La ocupación predilecta de las tertulias limeñas fue fomentar la discusión literaria en grupos
selectos y con previo acuerdo de las autoridades. Se sabe que en 1785, José María Egaña animaba
una de esas primeras tertulias, que se reunía en su domicilio, con el propósito de entretenerse,
practicando la lectura y la meditación. Dos años después, el mismo Egaña se integró a otra tertulia
denominada Academia Filarmónica, y en la que participaban siete miembros, entre los que
destacaban Hipólito Unanue, José Rossi y Rubí y José Baquíjano y Carrillo. Dicha tertulia tenía
entre una de sus peculiaridades el contar para la discusión con la presencia de tres mujeres. El
reglamento de la Academia Filarmónica dado a conocer a las autoridades indicaba, con claridad,
que en sus discusiones «sólo se trataba de materias literarias y se examinaban las noticias
públicas» (Peralta, 1997, p. 110).
De este modo, se iba generando en Lima un ambiente intelectual y lectores con ideas
ilustradas, que verían, un viernes 1 de octubre de 1790, la publicación del primer periódico del
Perú titulado Diario de Lima o también conocido como Diario curioso, erudito, económico y
comercial. Todo el proceso de edición e impresión fue motivado por Jaime Bausate y Meza,
bajo la anuencia del virrey Francisco Gil de Taboada. Este periódico era distribuido todos los
días y vendido en diferentes ciudades del Perú, incluso en el Alto Perú (Clément, 2006). Sin
embargo, tres meses más tarde aparecería otro diario que marcaría la competencia y que, al
gozar de mayor acogida por los citadinos y preferencia del virrey, determinó en 1793 el fin del
Diario de Lima.
Al disolverse la Academia Filarmónica y al reintegrarse en 1790 en una nueva tertulia
autodenominada Sociedad de Amantes del País, este pequeño grupo de intelectuales integrado
por Jacinto Calero, Hipólito Unanue, José María Egaña, José Rossi y Rubí, Tomás Méndez
Lachica, Francisco Romero, Francisco Gómez Laguna y Bernardino Ruiz, conspirados por
Baquíjano y Carrillo y el fray Diego Cisneros (Tamayo, 1993), decide contribuir con el
desarrollo cultural del Perú y en 1971 publican el Mercurio Peruano.
En aquellos tiempos, antes de que los periódicos fueran propiamente publicados, se
expedía un formato que podría ser tomado como un preperiódico, denominado prospecto. En
él se explicaba las características y contenidos que tendría el periódico, y según la aceptación
del público se continuaba o no con su impresión (Clément, 2006). En este sentido, Higgins
(2006) cuenta lo que detalló el prospecto del Mercurio Peruano y cuáles fueron los primeros
temas abordados:
El prospecto lamentó la falta de conocimientos sobre el país y argumentó que para que el Perú
floreciera se necesitaba información sobre su geografía, su historia, su economía, sus recursos
naturales, su población, su organización pública. El primer artículo, ‘Idea general del Perú’, da el
tono de la revista, siendo una descripción concisa de la geografía física del país, de los varios
grupos que constituyen su población y de sus recursos económicos. Durante los cuatro años
siguientes los sucesivos números del Mercurio hubieron de ampliar ese artículo inicial al estudiar
de manera sistemática y detallada diversos aspectos de la realidad peruana (p. 78).
No obstante, la partida del Perú de tres de sus impulsores, José Baquíjano, Jacinto Calero
y José Rossi y Rubí, a consecuencia de su ascenso a nuevos cargos políticos que el virrey Gil
prometió por apoyar su objetivo de fomentar el desarrollo y progreso social del imperio, hizo
que las publicaciones del Mercurio Peruano se vieran debilitadas. A pesar de ello, el fray
Cisneros continuó con una edición más en 1975, pero tras el decremento de lectores, el diario
tuvo que ser cerrado (Peralta, 1997). De esta manera, la capital se vio desabastecida de
publicaciones nacionales, pues ya antes habían desaparecido el Diario de Lima y otro periódico
de corta emisión denominado el Semanario Crítico.
Con el inicio del siglo XIX, se habilitó un libre comercio en el país. Así, la consulta de la
prensa extranjera se convirtió en el nuevo hábito de la población lectora y contribuyó a que en
la urbe limeña se desarrollara una opinión pública. El virrey Ambrosio de O’Higgins, quien
asumió el gobierno del virreinato peruano en 1796, se trazó como objetivo impedir el ingreso
de ideas extranjeras al territorio nacional. Al inicio de su gestión, no tomó importancia de la
circulación de estos diarios; pero al retractarse, e intentar detener estas acciones, en vano fueron
sus esfuerzos porque aun así se practicaría una lectura clandestina, que sería perseguida y
denunciada (Peralta, 1997).
En 1805, continuando con Peralta, se promulga una nueva ley de imprenta que busca
potenciar los controles en la difusión de ideas tras la Revolución francesa. Con este propósito,
se exige la presencia de un juez de imprenta, en «reemplazo del Consejo de Castilla e Indias,
en la censura y el otorgamiento de licencias tanto en España como en América» (1997, p. 115).
El mismo autor ha estudiado extensamente los comportamientos y hábitos lectores durante gran
parte de la historia colonial del Perú y narra cómo entró en vigencia aquella ley y qué espacios
fueron los mayormente inspeccionados:
El registro de los establecimientos sospechosos de propiciar lecturas prohibidas prosiguió en toda
la ciudad al amparo de la nueva ley de imprenta. El Gobierno y la Inquisición coordinaron
esfuerzos para hacer continuas requisas en las librerías privadas así como en los cajones de Ribera.
La persecución del libro se amplió a la misma aduana del Callao, donde no se permitió la entrada
de ningún bulto sin haber pasado previamente un riguroso control. Sólo los cafés se libraron de
la persecución gubernamental. Los cafés continuaron siendo los espacios predilectos del
esparcimiento de las capas altas y medias (Peralta, 1997, p. 115).
En este sentido, los cafés eran los lugares preferidos para el intercambio de ideas y
lecturas. Señala también el autor, que para ese tiempo en estos espacios era muy frecuente la
lectura del diario El Telégrafo Peruano, a cargo de Guillermo del Río, que en 1805 sería
reemplazado por la Minerva Peruana. Entre los informes más resaltantes de este periódico, se
menciona el desarrollo de la guerra entre España e Inglaterra y, como noticias locales, la
introducción de la vacuna contra la viruela en la ciudad de Lima.
El diario Minerva Peruana tendría incluso mayor acogida que su antecesor Mercurio
Peruano, gracias, según Del Río, a «la variedad de noticia, el entretenimiento y la propaganda
fidelista» (Peralta, 1997, p. 116). Su popularidad incrementó aún más cuando la prensa invirtió
el objetivo de las publicaciones haciendo del rumor una especie de noticia; así, llegaron incluso
a publicar noticias falsas y creando desconfianza en sus lectores en más de una ocasión.
En tanto a la propaganda fidelista que caracterizó al Gobierno del virrey Abascal, Peralta
(1997) la denomina incentivo para un segundo impulso a la lectura en el siglo XIX. Ello debido
a que significó «una cruzada por la difusión de valores de vasallaje a Fernando VII. Por esta
razón, volvieron a salir los periódicos y se dio una mayor libertad de imprenta» (Cortez, 2005,
p. 57). Esta libertad provocó que, en 1808, y en los dos siguientes años, el número de
impresiones de textos religiosos sea igualado por el de los políticos. Pero el arribo de noticias
de revoluciones independentistas en territorios cercanos hizo que el virrey aplicara nuevamente
un control en las publicaciones y lecturas; acción que no duraría mucho, ya que en 1810 las
Cortes de Cádiz decretaron la libertad de imprenta y circulación de periódicos y otros textos
políticos.
Aires republicanos y el nacimiento de la Biblioteca Nacional del Perú
Con la abolición de la Inquisición en 1813 y frente a los cuestionamientos sobre qué hacer con
el local que ocupaba aquella institución nacieron propuestas de instaurar la primera biblioteca
pública en dicho lugar. Se pensaba abastecerla con estanterías de la librería del fray Cisneros,
de la Biblioteca de San Marcos o de donaciones de bibliotecas particulares. El Investigador,
uno de los diarios que circulaba en ese entonces, apoyó estas iniciativas y consideró que después
de la censura, ahora el enemigo del libro era el tráfico de venta de libros para ser usados como
envoltorios de especerías (Peralta, 1997). Por ello, es que la creación de una biblioteca pública,
además de promover el desarrollo intelectual y cultural de los ciudadanos, serviría también para
detener aquel comercio ilícito del mal uso de libros.
Desafortunadamente, en 1814, se ordenaría nuevamente la suspensión de la libertad de
imprenta y ante ello el virrey Abascal ordenó el cierre de El Investigador, dejando sin efecto
toda la campaña para establecer una biblioteca pública que este medio promovió. Para el año
siguiente, ya no existían periódicos en la ciudad, pero aun así surgieron nuevas imprentas
conocidas como las imprentas volantes. Estas nacieron en pleno periodo de guerras
independentistas y tenían como misión «imprimir textos ideológicos y mantener informada a la
población simpatizante de los acontecimientos militares y políticos» (Sánchez, 1978, p. 42).
Una de estas imprentas fue la que el general don José de San Martín trajo en su expedición
libertadora al Perú. De esta manera, a su llegada a Pisco imprimió A los habitantes del país,
boletín impreso en una sola cara que contenía manifiestos, decretos y otras noticias de las
batallas.
Un mes después de la proclamación de la independencia, San Martín crea, el 28 de agosto
de 1821, la Biblioteca Nacional del Perú como una institución que abre las puertas a la libertad
y al conocimiento. No obstante, ella no cumplió a cabalidad con estos fines propuestos. Así lo
indicaría Huerto (2006), quien, en palabras de Guibovich, manifiesta que, producto de las
donaciones de otras bibliotecas que alimentaban su acervo, las colecciones que la integraban
eran principalmente textos de instrucción religiosa o muchos de ellos escritos en latín, lo cual
dificultaba la lectura a la población en general; por ello, solo los eruditos, historiadores y
bibliógrafos serían sus más asiduos lectores.
En 1848, aparece la primera novela nacional titulada El padre Horán de Narciso
Aréstegui, obra publicada por entregas en el diario El Comercio y que relata la situación de los
primeros años de la república, desde un hecho verídico como fue el asesinato de una mujer por
parte de su exconfesor en 1836 en el Cusco (Tamayo, 1993). Esta forma de publicación sería
muy frecuente en el siglo XIX y se retomará en el siguiente siglo como se verá más adelante.
A finales del siglo, un hecho trascendental en la historia del Perú afectó en gran
proporción a la historia del libro peruano. Se trata de la calamidad producida en 1881 por la
guerra del Pacífico, que ocasionó el robo y saqueo de innumerables y valiosos documentos de
la Biblioteca Nacional del Perú y de la Biblioteca de la Universidad de San Marcos. Algunos
tuvieron como destino la ciudad sureña de Santiago de Chile, otros se perdieron para siempre y
solo unos cuantos hasta la fecha vienen siendo devueltos (Huerto, 2006). Mas, terminada la
guerra y tras la firma del tratado de Ancón en 1883, el presidente Iglesias encargaría al escritor
Ricardo Palma la reorganización de la Biblioteca Nacional del Perú. De esta forma, el ilustre
autor de las Tradiciones peruanas se ganaría el apelativo de Bibliotecario Mendigo, por solicitar
de país en país donaciones para la recuperación de esta magna institución.
Comprueba Palma que de 56000 volúmenes apenas existían 738. Que no había manuscrito
alguno, que la estantería de cedro había sido destruida completamente, y que sillas, escritorios,
objetos de arte, ya no estaban en los ambientes de la Biblioteca. Lo mismo respecto a los
andamios, óleos de personajes famosos en vez de libros albergaban caballos y las obras que no
fueron enviadas a Chile se habían estado utilizando como papel moneda a cambio de alimentos o
bebidas en las encomenderías, donde a su vez se usaban las hojas para envolver los productos sin
escrúpulo (Padró y Tamayo, 1991, p. 25).
La nueva biblioteca, o segunda biblioteca como lo expresan Padró y Tamayo (1991), fue
inaugurada en las fiestas de 1884 por la conmemoración de la independencia. Para ese entonces,
Ricardo Palma, con ayuda de las donaciones extranjeras y nacionales, logró recuperar veinte
mil volúmenes, fondo bibliográfico que continuó incrementando a lo largo de su gestión como
director de la Biblioteca Nacional del Perú.
El despegue de la promoción del libro y la lectura
El siglo XX representa el inició de una etapa con mayor esperanza para el desarrollo de la
cultura escrita. Así, en los primeros años surgen publicaciones científicas y tecnológicas,
aparecen nuevas librerías con libros importados de Europa, especialmente de Francia, y el
sector editorial logra un mayor avance. La fuerza que impulsó esta auspiciosa etapa
caracterizada por una mayor producción de libros a nivel nacional fue, sin lugar a dudas, el
movimiento indigenista.
En provincias, se desarrollarían pequeñas editoriales como: Orkopata en Puno,
Resurgimiento en Cusco, La Bohemia Andina en Arequipa y el Grupo Bohemia en Trujillo
(Sánchez, 1978). En la capital, el caso más sobresaliente se daría en 1925 con la aparición de
la editorial Minerva de José Carlos Mariátegui, la que daría origen a publicaciones como la
revista Amauta (1926-1930) y al periódico Labor (1928-1929). La revista tendría dos
principales objetivos: el primero, contribuir con nuevos y modernos conocimientos culturales
mediante ensayos de intelectuales extranjeros, en las áreas de política, arte y ciencias sociales,
y, el segundo, establecer un espacio donde los jóvenes escritores puedan difundir sus obras y
participar de la discusión sobre el futuro de la sociedad peruana. Así lo expresa Higgins, quien
también comenta que «en particular auspició dos corrientes literarias: el indigenismo, que
propugnaba la causa del pueblo y la cultura andinos [sic]; y la vanguardia, que buscaba
modernizar la literatura peruana insertándola en la línea central de la literatura internacional»
(2006, p. 195).
En 1943, la desgracia volvió a caer en las instalaciones de la Biblioteca Nacional del Perú.
Fue un incendio, reportado desde la mañana del domingo 10 de mayo, que dañó y consumió
irreparablemente las colecciones de las salas América y Europa, los periódicos peruanos, la
estantería de cedro y los retratos de los escritores peruanos que en sus paredes colgaban (Padró
y Tamayo, 1991). Ante esta adversidad, el Gobierno creó la Comisión Pro Reconstrucción de
la Biblioteca Nacional del Perú y nombró como secretario a Jorge Basadre, ilustre investigador
que asumiría la dirección de la biblioteca, un mes después, y, posteriormente, el cargo de
ministro de Educación en dos ocasiones: 1945 y 1956-1958. La gestión de Basadre significó un
hito no solo en la historia de la Biblioteca Nacional del Perú, sino también en lo referente a la
difusión de la cultura y la lectura. Por aquellos años impulsó publicaciones bibliográficas como
el Anuario Bibliográfico, el Boletín Bibliográfico y la revista Fénix; instauró la Escuela de
Bibliotecarios y fomentó la creación y desarrollo de bibliotecas públicas y escolares.
En otros contextos, la crisis provocada por la guerra civil española de 1936 hizo que
muchos editores, impresores e intelectuales emigraran al continente americano. Ellos se
asentaron principalmente en México y Argentina, favorecieron el desarrollo de la industria
editorial de ambos países. Perú, al no gozar de esta suerte, y luego de fallecido el editor
Mariátegui, volvió a paralizar su ritmo ascendente de producción editorial, y obligó a que los
propios escritores fungieran de autor, editor y distribuidor al mismo tiempo (Cerlalc
2
, 1986).
El desarrollo cultural también se vio perjudicado por la dictadura de Manuel A. Odría
(1948-1956). Ella afectaría la realización de las siguientes ediciones de la primera Feria del
Libro, fomentada por la Biblioteca Nacional del Perú en 1947, ya que dicho Gobierno «propició
la quema de libros, la discriminación de fuentes proveedoras y la persecución de escritores»
(Sánchez, 1978, p. 52). Al finalizar este periodo, los intelectuales exiliados volvieron al Perú,
algunos de ellos con conocimientos ganados fuera del país, y en su afán de buscar un sustento
económico en su patria, establecieron proyectos que promovieran la lectura. Este fue el caso de
Manuel Scorza, quien después de su retorno de México colaboró íntegramente en la publicación
de textos (Aguirre, 2017).
A finales de los años 50, la actividad editorial resurgió con mayor ímpetu tras la aparición
de las ediciones populares por parte de los editores Juan Mejía Baca, Pablo Villanueva y,
actuando algunas veces de director de las colecciones, Manuel Scorza (Sánchez, 1978). Estos
libros, en formato de libros de bolsillo, presentaban títulos de obras clásicas tanto nacionales
como internacionales, algunos con contenido literario y otros sobre aspectos sociales y
políticos. Debido a su asequible y bajo precio, la demanda año tras año fue en aumento. El
principal objetivo que se buscaba con la publicación de estas ediciones era facilitar el acceso al
libro de los sectores populares y menos pudientes.
Este ánimo por fomentar la producción del libro, y por consiguiente las prácticas lectoras,
avivó los ideales de muchos escritores. Así, José Bonilla Amado dirigiría la colección de
literatura infantil Nuevos Rumbos; Enrique Congrains Martín editaría títulos peruanos con las
colecciones Círculo de Novelistas Peruanos y Embajada Cultural Peruana, esta última difundida
incluso en gran parte de América, y Gustavo Valcárcel promovería la literatura de Vallejo con
su Editora Perú Nuevo (Aguirre, 2017).
Manuel Scorza dirigió dos de las más importantes colecciones de aquellas décadas:
Festivales del Libro (1956-1958) y Populibros Peruanos (1963-1965). El primero de estos
proyectos fue producto de las ediciones del Patronato del Libro Peruano, resultado de la unión
entre los editores Mejía Baca, Villanueva y Scorza, y con el financiamiento económico de
Manuel Mujica Gallo, quien también subvencionó la segunda colección mencionada. Al mismo
tiempo, Scorza y Mujica fundaron la Organización Continental de los Festivales del Libro, que
2
Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y El Caribe.
motivó a desarrollar una colección de autores latinoamericanos titulada Biblioteca Básica de
Cultura Latinoamericana, proyecto editorial que sería replicado en otros países del continente
por su impresionante tiraje y su bajo costo.
Por otro lado, la promulgación de la Ley de Promoción Editorial N.
o
15975, en enero de
1966, contribuyó enormemente a elevar y modernizar la producción de libros y otros medios
culturales y de información, ya que exoneraba de impuestos a la importación de maquinarias,
insumos y materia prima, propiciando por ende la implementación del sistema de impresión
offset y dotando de mayor eficiencia a las empresas editoras (Sánchez, 1978).
Un año más tarde, en 1967, una serie de libros provenientes del extranjero
misteriosamente fueron dados como perdidos o robados de las oficinas del correo postal. La
insistencia de los libreros que reclamaban sus pedidos llegó a tal punto que la Editorial Grijalbo
de México, tras comunicarse con el Servicio Postal del Perú, emitió un comunicado declarando
que esta oficina había informado la entrega de algunos de ellos y que otros, según la legislación
vigente, habían sido incinerados por poseer contenido comunista. Ante ello, el editor Juan Mejía
Baca denunció este atentando y quema de libros en el periódico La Prensa. Su indignación fue
tanta que devolvió dos condecoraciones que años anteriores el Gobierno de turno, al cual ahora
se oponía, le había otorgado. Diversas organizaciones también apoyaron esta protesta, y hasta
la prensa internacional rechazó esta práctica de censura que desde la dictadura de Odría no se
veía, y que en ese momento dañaba la gestión del presidente Fernando Belaunde.
La censura impuesta por un gobierno militar como el de Onganía y la que practicaba un gobierno
civil como el de Belaúnde diferían en un solo aspecto: la primera era de carácter «legal»,
amparada por disposiciones del mismo gobierno, por ende públicas y sin ningún disfraz. En
cambio, Belaúnde lo hacía en forma más subrepticia, clandestina y vergonzante hasta que se hizo
la denuncia y ella salió a la luz pública (Mejía, 1980, p. 209).
El origen de esta quema de libros, se encontraría en las dos resoluciones supremas
emitidas el 7 y 30 de septiembre de 1966, que establecían la restricción de libros importados
que tratasen temas de política de izquierda (Mejía, 1980). Entre los restringidos, se hallaban
títulos clásicos como El capital de Carlos Marx y hasta un libro para niños llamado Mi libro
rojo. Solo cuando esta noticia tomó una repercusión internacional, el Congreso, desde la acción
del diputado Genaro Ledesma, derogaría las resoluciones, pero conservó la prohibición a
publicaciones que atentaran contra la soberanía nacional, moral y las buenas costumbres, o que
incitaran a la subversión. Es decir, no hubo gran cambio porque la censura se mantuvo, y al
aplicar la norma a los libros que inciten a la subversión, esta prohibición podía ser tomada de
manera subjetiva por parte del Servicio de Inteligencia Nacional, que eran los encargados de
controlar el ingreso de estos.
En el ámbito bibliotecario, los primeros años de la década del 70 marcaron el inicio de
una etapa favorable para el desarrollo de las bibliotecas tanto públicas como escolares. Según
el Cerlalc, en estos años se establecieron las bibliotecas populares en Lima «como una forma
de recuperar la memoria colectiva, la historia y la creatividad de los sectores sociales
marginados» (1986, p. 44). Mientras que, en el contexto educativo, se inauguró la Biblioteca
Escolar Piloto José de San Martín, como centro piloto de la Red Nacional de Bibliotecas
Escolares y sede de la Oficina Nacional de Bibliotecas Escolares, que se convertiría después en
la Dirección de Bibliotecas Escolares.
En 1971, se concibió la Red de Bibliotecas Rurales de Cajamarca por iniciativa del padre
Juan Medcalf, en colaboración con muchos voluntarios campesinos que adoptaron luego el
apelativo de bibliotecarios rurales. La finalidad era combatir el analfabetismo por desuso
mediante el préstamo, canje continuo y acceso a los libros desde las diversas minibibliotecas
instaladas en los caseríos. Hasta la fecha, esta red se mantiene en pie con un promedio de
seiscientas bibliotecas rurales en diez provincias de la región cajamarquina, es un reconocido
modelo de red de bibliotecas a nivel mundial.
Por otra parte, la denominación de 1972 como «Año Internacional del Libro» sirvió para
propiciar diversas estrategias de lectura en el campo educativo. Una de ellas fue la declaración
de la lectura crítica como actividad educativa permanente en todos los niveles y modalidades
de la educación. La responsable en materializar este objetivo fue la profesora Ruth Alina
Barrios, quien propuso una serie de métodos y técnicas plasmados en guías didácticas y pautas
para la experimentación de actividades en favor de la promoción de la lectura. Estos
documentos fueron distribuidos a nivel nacional, se sumó a las capacitaciones de promotores,
profesores y bibliotecarios «a fin de mejorar y ampliar conceptos y prácticas para leer más y
mejor» (Barrios, 1973?, p. 9).
De este modo, Barrios, en su libro Promoción de lectura: Una actividad permanente para
niños, jóvenes y adultos, rescata el éxito de dos actividades promotoras de lectura: la
recopilación de la literatura oral y los círculos de lectura crítica. La primera perseguía dos
objetivos: por un lado, reunir relatos orales y/o de creación popular nacional, con el afán de
utilizarlos como material de lectura, y, por otro, fomentar la participación, interrelaciones
humanas y cooperación para el fortalecimiento de las tradiciones orales. La segunda, en cambio,
se orientaba a «despertar y acrecentar la vocación del lector reflexivo, crítico y creativo; para
hacer gustar la lectura en forma grupal amena, grata y placentera y basándose en la lectura
individual cuestionada y en el diálogo fructífero» (1973?, p. 10). Ambas iniciativas tuvieron
aplicación en varios departamentos del país y fueron de gran interés por la metodología aplicada
a nivel internacional. Ese mismo año, se desarrollaría también la primera edición de la Feria del
Libro Ricardo Palma, uno de los eventos libreros más antiguos del país e incluso de América,
que mantiene su vigencia hasta estos días. Es organizada por la Cámara Peruana del Libro y,
desde sus inicios, promovida por la Municipalidad de Miraflores, distrito limeño donde se
realiza. Asimismo, la Cámara Peruana del Libro también lideraría desde 1995 la Feria
Internacional del Libro de Lima.
Por otra parte, luego que la dictadura militar de Velazco Alvarado (1968-1975) decretara,
en 1974, la socialización de la prensa escrita y que junto a ella se expropiara nueve diarios de
Lima, algunos de estos empezarían a publicar libros en capítulos o por entregas, tal como
sucedió en el anterior siglo. Sánchez (1978) explica que esta reaparecida moda ya no solo se
orientaba a la publicación de libros de ficción, sino que ahora el contenido de ellos tenía un
carácter más técnico y presentaba temas de interés nacional en las ramas de educación, historia,
política, cultura, arte, etc. De esta forma, los quioscos de periódicos eran nuevamente un lugar
estratégico para la difusión de textos.
Desde épocas coloniales hasta los primeros años de la república, se podía observar a otros
agentes encargados de vender libros y ofrecer acceso a la cultura impresa, como los libreros
ambulantes y los libreros anticuarios, ambos correinantes en el negocio informal y a veces
prohibido, pero que sin lugar a dudas contribuyeron con la cultura nacional. Así, en los años
preindependentistas, los libreros ambulantes fueron pieza clave en la propagación de ideas
libertarias, ya que lograron camuflar textos filosóficos de escritores franceses o publicaciones
que la Inquisición consideraba heréticas, para hacerlos llegar a los lectores más exigentes
(Sánchez, 1978). Hoy en día, con la migración del campo a la ciudad y como consecuencia del
subempleo, este comercio itinerante ha crecido considerablemente y muchas veces ha afectado
a los réditos de las librerías formales y escritores, toda vez que se tratan de ediciones piratas o
ilegales que atentan contra los derechos de sus creadores. En contraposición a ello, los libreros
anticuarios mantienen una ubicación estable a donde acuden curiosos investigadores,
estudiantes o bibliófilos cuando se encuentran en la búsqueda de algún libro de segunda mano
o de una edición agotada en el mercado. Por lo general, son obras fidedignas, pero descuidadas
a causa del uso y el tiempo.
En la actualidad, el máximo representante y ejemplo de estas tipologías de libreros, que
combina ambas experiencias de venta de libros pirata y de viejos, es la Asociación Cámara
Popular de Libreros Alameda de la Cultura «Miguel Grau» o mejor conocida como Feria de
Libros Amazonas, por su ubicación en el jirón limeño del mismo nombre. Sus comienzos datan
de la década de los años 80, cuando los libreros ambulantes que se ubicaban en los jirones
Lampa, Emancipación y Tacora fueron reunidos y reubicados en la extensa avenida Grau. Más
adelante, a finales de 1997, tras varios meses de negociaciones, como así lo comenta Villanueva
(2004), se instaura la asociación de libreros y con ello se firma la aceptación del traslado al
jirón Amazonas, solicitado por la Municipalidad de Lima. Desde entonces funciona en estas
cuadras, donde ofrecen todo tipo de material bibliográfico y documental, trabajos de ciencia
para escolares, entre otros materiales didácticos. Mantienen el objetivo de «proporcionar a los
estratos de más bajos recursos los libros que requieran para compensar el vacío creado por la
inexistencia de una política estatal de apoyo a la difusión del libro y los elevados costos de las
publicaciones nuevas» (Villanueva, 2004, p. 7). Asimismo, en los últimos años, se ha instalado,
al ingreso de este campo ferial, una modesta biblioteca de acceso gratuito, espacio que también
sirve para actividades culturales como narraciones de cuentos, exposiciones, talleres, entre otros
encuentros; que la convierten, en más que un lugar de venta, en un motor para el impulso
cultural de las clases populares.
En las dos últimas décadas del presente siglo, se pudo apreciar significativos impulsos
para la creación intelectual y promoción del hábito lector. Se desarrollaron ferias y festivales
de libros en los distintos departamentos del país, y se establecieron diversos concursos y
premios literarios por parte de entidades públicas y privadas, tales como los premios Copé de
Cuento (1980) y Poesía (1985) organizados por PETROPERÚ, y el Premio Cuento de las Mil
Palabras (1982), por la revista Caretas.
Perspectivas del libro y la lectura
Luego que desde 1982 se empezara a presentar distintos proyectos para la formulación de una
ley del libro; en el 2003, el Congreso de la República promulgó la Ley N.
o
28086, Ley de
Democratización del Libro y Fomento de la Lectura, que orientó la promoción del libro, la
lectura y la creación científica y literaria, y, en mayor proporción, sentó las bases para el
acondicionamiento y adecuado desarrollo de la industria editorial.
Asimismo, por medio de esta ley, se crearon el Consejo Nacional de Democratización del
Libro y de Fomento de la Lectura (PROMOLIBRO), organismo que dependía del Ministerio
de Educación, que buscaba promover la lectura en el Perú; el Fondo Nacional de
Democratización del Libro y de Fomento de la Lectura (FONDOLIBRO), propuesto para el
financiamiento de las acciones y programas que promocionen el libro y la lectura, y la
Corporación Financiera de Desarrollo (COFIDELIBRO), fondo destinado para la edición de
libros y productos editoriales.
En el ejercicio de sus funciones, PROMOLIBRO presentó en el 2006 una versión
preliminar del Plan Nacional del Libro y la Lectura, proyecto también postergado desde los
años 80, por falta de voluntad política e infortunios del cambio de Gobierno presidencial nunca
pudo ser aprobado ni puesto en ejecución. No obstante, esto no desmotivaría a sus funcionarios,
puesto que continuarían fomentando hábitos lectores en el país mediante los programas de
lectura en bibliotecas comunales, escuelas, parques, ferias, entre otros.
Otra prueba del esfuerzo de PROMOLIBRO, por fomentar la práctica lectora en todos
los ciudadanos, fue la instalación de El Mundo de la Lectura en pleno centro de la capital y
dentro de la estación de trenes Desamparados. Este espacio abriría sus puertas en tres ediciones
para el desarrollo de actividades lectoras y artísticas; presentaciones de exposiciones gráficas,
capacitaciones a docentes, bibliotecarios, padres de familia y todo público interesado; entre
otros dinamismos del compartir lector y literario. Sin embargo, en su tercera apertura, como lo
comenta el secretario ejecutivo de PROMOLIBRO en su libro Leer en el Perú: Desafío y
realidad (Yepes, 2017), se centrarían en reforzar los lineamientos del Plan Lector. El Plan
Lector, ejecutado desde el 2006 por la Resolución N.° 0386-2006 del Ministerio de Educación,
dirigió sus acciones hacia la promoción de lectura en las escuelas. Así se puede leer en las
normas que la apoyan y en donde se plantea como objetivo:
[…] promover, organizar y orientar la lectura en los estudiantes de las escuelas de Educación
Básica Regular. En Educación Secundaria consiste en la selección de 12 títulos que estudiantes y
profesores, deben leer durante el año, a razón de uno por mes. En Educación Inicial y Educación
Primaria la cantidad de textos se define por las oportunidades de lectura que se fomenten y por la
variedad de títulos que se ofrecen en función de las características, necesidades, intereses y
desarrollo madurativo de los niños y niñas (p. 2).
Tres años más tarde, El Mundo de la Lectura, espacio que suscitó encuentros para el
desarrollo de hábitos lectores en el país, dio lugar en el 2009 a la instalación de un proyecto
cultural y a la vez turístico denominado la Casa de la Literatura Peruana, que, como comenta
Yepes (2017), pasó de ser un ambiente que recibía al público excluido de la cultura letrada y
que ahora buscaba por su propia motivación y medios acercarse a ella, a ser un local dedicado
a rendir homenaje a los difusores de la literatura, cultura y lengua castellana en el Perú. Así,
esta institución también promueve el placer de la lectura a través de sus salas de lectura,
exposiciones literarias, charlas, talleres, piezas teatrales y tantas otras actividades culturales,
que escapa del rótulo de ser visto solo como un museo.
Al año siguiente, con la creación del Ministerio de Cultura, en julio del 2010, se
descentralizó las labores de la promoción lectora del Ministerio de Educación; con ello,
PROMOLIBRO pasó a ser parte de este nuevo ministerio. Sin embargo, en vez de dotar de
mayores recursos a este consejo, el traslado terminó por debilitar sus acciones debido a las faltas
presupuestales y recortes en el potencial humano que lo operaba. Ello dio como resultado el fin
a una gran movilización de estrategias que sembró cientos de bibliotecas comunales, módulos
en parques y colecciones de libros en todo el territorio peruano, y que además concientizó a
autoridades y poblaciones sobre el valor y la importancia que merece la lectura no solo como
una actividad formadora de conocimientos, sino también como enriquecedora del desarrollo
personal y cultural de la persona.
Desde entonces, son la Dirección del Libro y la Lectura del Ministerio de Cultura y la
Casa de la Literatura Peruana las instituciones que se encargan de fomentar espacios de lectura,
encuentros, capacitaciones, formación de mediadores de lectura, ferias y entre otras acciones;
sin desmerecer las diligencias que el Ministerio de Educación realiza en favor de la práctica
lectora en las escuelas; las municipalidades y el Sistema Nacional de Bibliotecas, a través de
las bibliotecas públicas distribuidas en el Perú, y las iniciativas privadas, motivadas por el
voluntarismo y el deseo de construir una mejor sociedad en base al libro y la lectura.
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