Hay muchas versiones de este pasaje histórico en la memoria del Perú. Todas coinciden
en que, al no hablarle el libro al inca, él lo arrojó al suelo, lo que provocó la furia de los
españoles. Así, por ejemplo, Mc Cormack indica que el libro fue el protagonista central de
dicho acontecimiento. Si para los españoles reflejaba una definición política y religiosa, para
los pobladores de los andes suponía las diferencias culturales entre ellos. Además, precisa que
el libro de Valverde estaría escrito en latín y que ni Pizarro ni sus soldados podían leerlo, no
constituyó por ende un elemento para su lectura. La escritora se pregunta entonces ¿cómo podía
esperarse que lo leyera el inca?, y reafirma la condición, que muchos escritores también apoyan,
que «el libro tuvo que ser un objeto, no un texto, y menos un lugar de acceso a la palabra
hablada» (1988, p. 705).
No obstante, si en un principio el libro fue un instrumento para la evangelización e
imposición de leyes, religión, cultura y costumbres; años más tarde se convertiría en objeto de
persecución y censura a consecuencia de las ideas revolucionarias y libertadoras que en las
épocas preindependentistas portaban (Sánchez, 1978). De esta forma, en 1546, tras la derrota
del primer virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela, en la rebelión de los encomenderos en contra
de las nuevas leyes, la lectura, la importación y la edición de textos, se vieron limitadas.
En 1569, el rey Felipe II crea por medio de una real cédula la Inquisición en el Perú. Este
hecho haría que la junta nombrara como nuevo virrey a Francisco de Toledo, quien, junto a dos
inquisidores, arribaría a Lima en noviembre del mismo año. Así, tras el juramento de obediencia
y la lectura del edicto de fe, quedó fundado el Tribunal del Santo Oficio, una de sus principales
actividades fue la censura de libros. Más adelante, al fundarse las universidades y colegios
mayores tanto en Lima como en La Plata y el Cusco, se desarrolló en estos centros poblados
una vida intelectual con afanosos lectores por todo tipo de textos literarios. Aprovechando esta
circunstancia, a mediados del siglo XVI, aparecen libreros y comerciantes para calmar sus
necesidades culturales, pero el trabajo que ellos realizaban fue muchas veces opacado por la
presencia de la censura inquisitorial.
Sin embargo, algunos comerciantes supieron burlar estas normas e inspecciones en el
puerto ocultando los libros en barriles de vino, como lo relata Leonard (citado en Guibovich,
2003); el mundo colonial no estuvo del todo desabastecido de la literatura de ficción extranjera,
y como prueba de ello cuenta que gran parte de la primera edición de El Quijote de Miguel de
Cervantes Saavedra fue transportada hasta las tierras del Nuevo Mundo.
Por el contrario, aquellos que no sorteaban estos obstáculos debían enfrentarse a la
burocracia de la Inquisición. Esta burocracia estaba dividida en dos grupos: los ministros